Aunque había que proceder aprisa, no quise saltarme el correspondiente Introito. Tres gradas: Introito ad altare Dei. Ante Dios, que alegra mi juventud. Descolgarme el tambor del cuello, alargando el Kyrie, hacia el banco de nubes, sin detenerme en la regaderita, antes bien, justo antes del Gloria, colgárselo a Jesús ¡cuidado con la aureola! bajar otra vez de las nubes, remisión, perdón y absolución, pero antes todavía ponerle a Jesús los palillos en los puños que estaban como pidiéndolos; una, dos, tres gradas; levanto mi mirada hacia la mole, aún queda algo de alfombra y, por fin, las baldosas y un pequeño reclinatorio para Oskar, que se arrodilla sobre el cojín, junta sus manos de tambor ante su cara -Gloria in excelsis Deo- y espía por entre los dedos a Jesús y su tambor, esperando el milagro: ¿tocará, o acaso no sabe tocar, o no se atreve a tocar? O toca o no es Jesús verdadero, y si no toca, el verdadero Jesús es más bien Oskar.
Cuando se desea un milagro, hay que saber esperar. Pues bien, yo esperé, y al principio lo hice inclusive con paciencia, pero tal vez no con la paciencia suficiente, pues a medida que me iba repitiendo el texto "Oh, Señor, todas las miradas te esperan", sin más variante, de acuerdo con las circunstancias, que la de decir orejas en lugar de miradas, más decepcionado sentíase Oskar en su reclinatorio. De todos modos, brindó todavía al Señor toda clase de oportunidades y cerró los ojos, para ver si Él, no sintiéndose observado, se decidía más fácilmente, aunque fuera tal vez con poca habilidad, a empezar(...)
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