No me dio risa ver a Heriberto. Estaba prendido de Niobe por delante: había querido asaltar la madera. Su cabeza tapaba la de ella. Sus brazos abrazaban los brazos levantados de ella. No llevaba camisa. Se la encontró más tarde, limpia y plegada, sobre la silla de cuero al lado de la puerta. Su espalda exhibía todas las cicatrices. Conté bien las letras. No faltaba ninguna. Pero tampoco podía percibirse ni siquiera el intento de un nuevo trazo.
A los hombres de la ambulancia, que poco después de mí entraron precipitadamente en la sala, no les fue fácil separar a Heriberto de Niobe. En su furor erótico había arrancado de la cadena de seguridad un hacha doble de abordaje, le había clavado a Niobe uno de los filos en la madera, clavándose el otro, al asaltar a la mujer, en su propia carne. Si por arriba había logrado por completo el abrazo, en cambio, donde el pantalón seguía desabrochado y dejaba asomar todavía algo rígido y sin sentido, no había hallado fondo alguno para su ancla.
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