viernes, 19 de abril de 2013

CARTA A LA ALTIVA LUISA

Señora: ¿Qué diría usted de una mujer que sintiese simpatías por un pobre niño tímido y lleno de nobles creencias que el hombre denomina ilusiones más tarde, y que hubiera empleado las gracias de la coquetería, las sutilezas de su espíritu y todas las imitaciones de un cariño maternal para desencaminarle? No escasea ella ni las promesas más cariñosas, ni los mayores halagos, y le dirige, se apodera de él, le riñe por su poca confianza, y cuando el niño abandona su familia y la sigue, ciegamente, le conduce a orillas de un mar inmenso, le hace entrar, sonriendo, en un frágil esquife, le lanza solo y sin auxilio a través de las tormentas, y luego, desde la roca en que ella ha quedado, se echa a reír y le desea buena suerte.
Esa mujer es usted, y ese niño soy yo. En manos de ese niño se halla un recuerdo que podría demostrar los crímenes de su protección y los favores de su abandono; y usted podría tener que ruborizarse, si encontrase al niño luchando con las olas, y pensase que lo ha tenido en su regazo. Cuando lea esta carta, el recuerdo estará en su poder. Queda usted libre de olvidarlo todo. Después de las hermosas esperanzas que su dedo me ha mostrado en el cielo, veo las realidades de la miseria en el barro de París. Mientras usted vaya, brillante y adorada, a través de las grandezas de este mundo, a cuyo umbral me ha traído, yo tiritaré en la miserable buhardilla donde usted me ha arrojado. Pero ¡quién sabe! Tal vez se vea usted amargada, en medio de sus fiestas, por un remordimiento, y acaso piense en el niño a quien ha sumido en un abismo. Pero no, señora; piense usted en él sin remordimientos.

Desde el fondo de su miseria, este niño le ofrece la única cosa que le queda: su perdón con su última mirada. Sí, señora, gracias a usted, no me queda nada. ¡Nada! ¿No sirvió la nada para hacer el mundo? El genio debe imitar a Dios, y yo empiezo por tener la clemencia de Éste, sin saber si tendré su fuerza. Lo único que puede usted temer es que yo vaya por mal camino, porque será cómplice de mis faltas. ¡Ay de mí! La compadezco a usted, que no puede ya ser nada en la gloria que me decido a conquistar valiéndome del trabajo.


L. de R.
(c.c.p. M. K.)

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